Confieso que hasta hace unos días creía tener muy mala relación con la tecnología, creía ser una inmigrante tecnológica de las resentidas, por haber tenido que abandonar mi mundo de papeles, lápices, notas en la nevera y acuerdos previos de sitio y hora para ir a cenar. Me sorprende -y decepciona- que tan sólo tres simples páginas de un libro me hayan hecho descubrir que no sólo no odio la tecnología, sino que soy nativa y ya casi no recuerdo mi vida antes de internet y los móviles. Si, quizás sea una renegada de mi especie tecnológica, pero nativa, a fin de cuentas.
Mi primera relación -apasionada- con la tecnología fue a los 15 años, gracias a un enorme y pesado móvil Alcatel naranja que hizo delicias en la economía de mis padres. Por aquel entonces había tocado algun ordenador en el colegio, pero aun recuerdo escuchar estupefacta a una amiga -avanzada en la materia- que hablaba de subir y bajar archivos, de espacios en la red, de navegar... y yo, callada, no sabía donde situar el barco. Pero la adolescencia es un momento fantástico para saciar la curiosidad, y sin leer manuales, que siempre los he odiado, tocaba todos los botones habidos y por haber e investigaba por la Red intuyendo su inmensidad...
Ahora me aterra pensar que las ondas de los teléfonos producen enfermedades, se me rompe la espalda sentada delante del ordenador, me entra el pánico cuando el antivirus me anuncia - con sus amables letras rojas a 52 pt- que mi portátil ha sido atacado por troyanos, me desespero decidiendo qué botones de la tdt me combiene apretar y no uso ni la mitad de las herramientas de mi mp3 y de la agenda palm. Diríamos que esta penosa percepción de la tecnología se relaciona mejor con los inmigrantes que con la natividad tecnológica.
Mi primera relación -apasionada- con la tecnología fue a los 15 años, gracias a un enorme y pesado móvil Alcatel naranja que hizo delicias en la economía de mis padres. Por aquel entonces había tocado algun ordenador en el colegio, pero aun recuerdo escuchar estupefacta a una amiga -avanzada en la materia- que hablaba de subir y bajar archivos, de espacios en la red, de navegar... y yo, callada, no sabía donde situar el barco. Pero la adolescencia es un momento fantástico para saciar la curiosidad, y sin leer manuales, que siempre los he odiado, tocaba todos los botones habidos y por haber e investigaba por la Red intuyendo su inmensidad...
Ahora me aterra pensar que las ondas de los teléfonos producen enfermedades, se me rompe la espalda sentada delante del ordenador, me entra el pánico cuando el antivirus me anuncia - con sus amables letras rojas a 52 pt- que mi portátil ha sido atacado por troyanos, me desespero decidiendo qué botones de la tdt me combiene apretar y no uso ni la mitad de las herramientas de mi mp3 y de la agenda palm. Diríamos que esta penosa percepción de la tecnología se relaciona mejor con los inmigrantes que con la natividad tecnológica.
Creo que a veces, como en la vida real, no hace falta haber nacido en un lugar para sentirse parte de él. Por esto he decidido que me siento nativa digital, aunque reacia a las raíces, porque no he nacido exactamente aquí, pero tampoco acabo de llegar. He decidido seguir nadando entre estas dos aguas y quedarme con lo que me gusta, desechando lo que aborrezco de ella.
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